Artículo de Joan B. Culla (Se licenció en Historia en 1976, obteniendo el doctorado en Historia Contemporánea en 1985, ambos títulos por la Universidad de Barcelona. Desde 1977, es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona) en El país:
Ya puesta en su nuevo papel de pitonisa del apocalipsis secesionista
y, al propio tiempo, de altavoz de La Moncloa en Cataluña, Alicia
Sánchez-Camacho acogió con el consecuente tremendismo la composición del
nuevo Gobierno de la Generalitat. De hecho, antes incluso de conocerla,
la líder del PP catalán ya había advertido sobre el riesgo de incluir
en el Ejecutivo de Mas “al núcleo duro de los talibanes”. Una vez hecha
pública la lista de consejeros, la tachó de “ultranacionalista”, formada
por “talibanes, separatistas y radicales sometidos a ERC”.
La referencia a los islamistas afganos para aludir a un determinado
sector de dirigentes de Convergència no es ni siquiera original, aunque
sus usos periodísticos de años atrás contenían un cierto toque de
ironía, del que las palabras de doña Alicia carecen. Y justamente eso es
lo más chocante: que una alta responsable del Partido Popular español
acuse en serio de nacionalismo fundamentalista a ciertos adversarios
políticos, sin temor a provocar la hilaridad general.
Porque, vamos a ver, si Francesc Homs, y Germà Gordó, y Felip Puig, y
quién sabe si Irene Rigau, son talibanes, ¿cómo deberíamos calificar a
Ignacio González, el novel presidente de la Comunidad de Madrid que
aprovechó su primer discurso de Año Nuevo para llamar a somatén contra
“la amenaza y el chantaje” del independentismo catalán, un asunto que se
diría ajeno a sus responsabilidades? ¿Y qué cabrá decir de José Antonio
Monago, el titular de la Junta de Extremadura que, en su alocución
institucional, sugirió “reformar la Constitución, reforzando el papel
del Estado y sus competencias”? Un presidente autonómico que propugna
recortar la autonomía para fortalecer la “unidad de España”: si eso no
es fundamentalismo españolista, ¿qué es?
Si los consejeros Homs, Gordó, Puig, etcétera, son talibanes,
entonces el ministro José Ignacio Wert es la reencarnación de quien
ordenó en 2001 dinamitar los Budas de Bamiyan. ¿Qué otra cosa
representan su proyecto de reforma educativa, su proclamado propósito de
“españolizar” a los escolares catalanes, sino la voladura consciente y
premeditada de un modelo de convivencia no sólo lingüística, sino
identitaria y social?
Eso, sin olvidar al subordinado de Wert, el secretario de Estado de
Cultura, José María Lassalle. Este caballero, con su aire de poeta
novecentista y su condición de catalán consorte —casado con una diputada
del PSC, nada menos—, con su fama de persona leída, tolerante y
abierta, participó el pasado 13 de diciembre en el Encuentro
Cataluña-España organizado por EL PAÍS y la SER en el auditorio del
MACBA. Y tuvo la desfachatez de afirmar que, salvo en el “momento” (sic)
del franquismo, la actitud del Estado español hacia el hecho
diferencial catalán había sido más bien admirativa, sin la voluntad “de
crear una identidad nacional española excluyente de las otras lenguas y
las otras identidades”. La prueba, según él, es la diferente salud del
catalán aquí y en la “Cataluña francesa”.
No, señor Lassalle, no. Si la situación lingüística es hoy tan
distinta a un lado y otro de los Pirineos no lo debemos a la tolerancia o
la buena voluntad de Madrid, que dictó prohibiciones y restricciones
contra el catalán desde el siglo XVIII. Es por la debilidad estructural
del Estado español a lo largo del XIX y gran parte del XX, que frustró
la aplicación eficaz del modelo jacobino francés en el cual se
inspiraba; y por la potencia económica y social de la Cataluña
contemporánea, que le dio una capacidad de resistencia al uniformismo
muy superior a la de los campesinos del Rosellón. Por lo demás, toda la
producción legislativa española hasta 1975, todos los debates
parlamentarios desde Cádiz hasta el Consejo Nacional del Movimiento,
incontables libros y casi toda la prensa de difusión estatal —la de 1932
o la de hoy mismo— evidencian que hubo y hay un rechazo visceral,
fundamentalista, a admitir otra identidad nacional que no sea la
española.
Tiene gracia que Sánchez-Camacho descubra talibanes, cuando ella misma forma parte de la corte del mulá Omar.
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