domingo, diciembre 09, 2012

Otra editorial bazofia de Pedro J. Ramírez.

Pedro J. Ramírez tiene miedo de la justicia, lógico, la indemnización que le caerá a su panfleto, por el montaje en contra de Artur Mas, será de ERE (otro).

No hace mucho que escribió otra editorial parecida en la que "lo daba todo por perdido" y que hacia falta un estado más compacto que reconozca las singularidades. 
Ya...

Pues no, han llegado tarde, Catalunya quiere la independencia e, igual que Gibraltar, poder jugar partidos internacionales de fútbol contra lo que quede de España.





Su "gacetilla" de hoy:

A muchos oyentes les llamó la atención que Duran i Lleida se jactara en la Cope de que las querellas contra nuestros periodistas por la publicación del informe policial sobre la corrupción en Convergencia hubieran sido admitidas en Barcelona. Todos entendieron que estaba sacando pecho por el hecho de que el factor campo fuera a jugar a su favor, condicionando el resultado. 

Uno siempre tiende a creer en la independencia de los tribunales y seguro que «aún hay jueces» en Barcelona, pero tampoco puede echar en saco roto la advertencia de juristas eminentes de que en Cataluña se pretende crear un «Líbano judicial». Algunos episodios recientes encienden todas las alarmas. Llama por ejemplo la atención el contraste entre la parsimonia y falta de profundidad con que el instructor del caso Palau -patrono de una fundación que recibe copiosos fondos de la Generalitat- investiga esa trama y la diligencia con que ha dado pasos y difundido noticias tendentes a restar credibilidad a lo publicado. O la complacencia jurisdiccional ante el empapelamiento del diputado Dani Fernández por los Mossos -hasta el extremo de forzar su dimisión como número dos del PSC-, dándole por imputado cuando ni siquiera se ha dirigido exposición alguna al Supremo que es el único tribunal que puede proceder contra un aforado. O no digamos la conducta del Fiscal del Tribunal Superior de Cataluña que, desobedeciendo al Fiscal General del Estado, dictó sentencia contra EL MUNDO aun antes de haber realizado averiguación alguna.

La propia admisión a trámite en tiempo récord de las querellas de los prebostes de Convergencia por sendos juzgados de Barcelona resulta muy elocuente en la medida en que vulnera la reiterada doctrina del Tribunal Supremo, según la cual los presuntos delitos cometidos a través de la imprenta deben dirimirse en el lugar en que realiza su actividad la editora. Al abalanzarse a admitir a toda prisa -¿quién ha dicho que la Justicia es lenta?- las querellas de los mandamases autonómicos esos juzgados están privando a Inda y Urreiztieta de su derecho al juez natural que no es otro sino el predeterminado por la ley.

Leyendo los escritos de admisión, cualquiera diría que la difusión interesada de la noticia de que Torres-Dulce y su gabinete técnico han llegado a la conclusión de que la competencia es de los juzgados de Madrid, fijando así el criterio de la fiscalía, se ha convertido en todo un acicate del afán «soberanista» de esos juzgados barceloneses. Sólo así se entiende la impropia invocación de la «doctrina de la ubicuidad» que permitiría perseguir las hipotéticas calumnias en cualquiera de los lugares en los que se difunde la información. Es imposible que esos jueces barceloneses ignoren que cuando un pleno no jurisdiccional del Supremo admitió ese criterio de forma subsidiaria se estaba refiriendo a un programa de televisión de difusión simultánea en todo el territorio.

La generalización de esa pauta y su traslación a la prensa escrita permitiría en la práctica que fuera el pretendidamente ofendido quien eligiera en cada caso el juzgado o incluso el tribunal para tramitar su querella. Baste pensar por reducción al absurdo que si Mas, Pujol o Puig alegaran que se enteraron de las noticias que les afectaban durante un viaje al extranjero, la «doctrina de la ubicuidad» llevaría a transferir la competencia a la Audiencia Nacional.

La clave está en que el supuesto tipo delictivo no se consuma cuando el interesado o su entorno conocen lo publicado -el llamado «desvalor del resultado»- sino cuando el primer ejemplar sale de la primera rotativa que lo imprime, al margen de quién sea el que lo lea. Por eso, tratándose de un funcionario como el presidente de la Generalitat, el presunto delito puede ser perseguido de oficio por el ministerio público, como de hecho se apresuraba a hacer el Fiscal de Cataluña. Es más, si el pretendido delito se consumara al distribuir el periódico en Cataluña, nadie comprendería que los ofendidos procedieran contra EL MUNDO y no contra La Vanguardia que reprodujo el informe policial, cuando fue avalado y entregado a todos los medios por el SUP, y tiene mucha más difusión que la nuestra en esa comunidad autónoma.

Tecnicismos al margen aquí lo que se dirime es si los nacionalistas catalanes van a conseguir ir perfilando por la vía de la praxis y los hechos consumados ese espacio judicial propio que habían incluido en su último Estatut y que el Tribunal Constitucional les negó sobre el papel, como no podía ser menos. La resistencia del Tribunal Superior de Cataluña a ejecutar las reiteradas sentencias del Supremo, ordenando modificaciones en la legislación educativa para garantizar los derechos de los padres a escolarizar a sus hijos en castellano, es un inquietante ejemplo de cómo el Estado de Derecho y los principios constitucionales quedan bloqueados mediante subterfugios leguleyos.

Es preciso reconocer que la pasividad de los gobiernos de Aznar al no recurrir la perversa carta blanca de la Ley de Educación catalana ante el Constitucional por motivos de miope conveniencia política ha facilitado esta fatídica deriva. Y que el propio TC al decir una cosa y su contraria, convalidando la inmersión lingüística pero considerando inimaginable que el castellano no sea también lengua vehicular, ha aumentado la ceremonia de la confusión que a la postre permite a los nacionalistas mantener y potenciar su proyecto monolítico.

Estamos hablando del ámbito decisivo en el que se dirimirá si cinco siglos de unidad nacional -Constitución liberal de 1812 y Constitución democrática de 1978 incluidas- tocarán a su fin en los próximos años como fruto de un modelo educativo orientado al odio a lo español y la segregación de España. A esos efectos poco importa que se trate de una independencia de iure o sólo de facto como la que cada día sigue materializándose, mientras el Fondo de Liquidez Autonómica cubre el agujero de la Generalitat sin condicionalidad alguna. Y la experiencia que acabamos de vivir esta semana con el bienintencionado proyecto de Wert no puede ser más desalentadora.

El lunes el Ministerio de Educación presentó un primer borrador que en definitiva suponía apostar en las cinco comunidades con dos lenguas oficiales por el modelo gallego de Nuñez Feijóo que implica que la enseñanza se imparte en ambos idiomas, variando la proporción en función de las zonas geográficas y los centros. Aceptar ese principio significa de entrada renunciar al derecho de los padres a elegir en qué lengua oficial deben ser educados sus hijos. Pero teniendo en cuenta las dificultades para financiar el doble circuito y valorando también la cohesión que aporta un bilingüismo activo en la escuela, podía merecer la pena sacrificar esa aspiración máxima en aras del consenso. Siempre y cuando, claro, esa concesión pusiera fin al inaceptable trágala actual que convierte a España en el único lugar del mundo, junto a las islas Feroe, en el que no se puede estudiar en todo el territorio en la lengua del Estado.

El mecanismo orientado a ello era todo lo concreto que permite una ley orgánica, habida cuenta que la enseñanza está erróneamente transferida a las autonomías, pero incluía un concepto esencial: las comunidades estaban obligadas a «garantizar que las lenguas cooficiales sean ofrecidas en las distintas asignaturas en proporciones equilibradas en el número de horas lectivas». Y era en el caso de que este criterio no se cumpliera cuando los padres tenían derecho a exigir que la autonomía les pagara un centro privado con oferta en castellano. Puede alegarse que el concepto de «proporción equilibrada», o «proporción razonable» como dice el Supremo, deja bastante margen de interpretación pero es obvio que ni siquiera el actual Tribunal Superior de Cataluña sería capaz de encajar lo que ocurre hoy en ese marco.

Muy distinta es la situación que se crea tras la rectificación introducida el martes, pues todo queda reducido a que las autonomías «podrán diseñar e implantar sistemas en los que se garantice la impartición de áreas y materias lingüísticas y no lingüísticas, en lengua castellana y cooficial» con el objetivo de que «se procure el dominio de ambas lenguas. Esto permitiría alegar que con las actuales dos horas de español y una hora más en español, por ejemplo de gimnasia, la Generalitat ya cumpliría y no tendría que pagarle el colegio privado a nadie. Sin el requisito de «proporción equilibrada» todo quedaría esencialmente como está, sólo que legitimando el mantra nacionalista de que lo único que importa es que al final todos son bilingües.

¿Ha mitigado en algo esta modificación -junto a la más lógica de incorporar el examen de catalán a la reválida- la reacción tremebunda de los nacionalistas? Naturalmente que no. Sin apenas llegar a leer ninguna de las dos versiones han echado los pies por alto, han incitado a la desobediencia, han llevado su disparatado victimismo a la UE, han comparado a Wert con Franco y han movilizado una vez más al Barça -Messi incluido- como si correspondiera a los clubes de fútbol emitir dictámenes sobre proyectos de ley. La gran pancarta desplegada el miércoles en el Camp Nou lo dice todo: «Per un país de tots. L'escola en catalá». O sea que la única manera de que el «país» sea «de todos» es que la lengua materna de una parte se imponga a la de la otra, excluyendo de la enseñanza al idioma oficial del Estado. ¿No es esto totalitario? ¿No es ya una separación de hecho?

Hay que reconocerle a Wert el mérito de ser el único ministro de la democracia que ha intentado corregir esta flagrante vulneración de los derechos de millones de españoles. Pero llegados a este punto a él y al resto del Gobierno les corresponde evaluar si merece la pena dar una batalla en la que en todo caso se van a dejar plumas en la gatera y en la que sin embargo la aprobación de la ley -excepto que se restablezca el principio de «proporción equilibrada» y el Estado adelante el dinero de los colegios privados- apenas sí supondría cambios en la situación actual. El sentido común dicta que si se opta por el combate, la victoria tiene que ser valiosa; pero si los técnicos del Ministerio han llegado a la conclusión de que la ambigüedad constitucional y las sentencias del TC no dejan margen para más, lo honrado sería decirlo.

Habría llegado el momento de que Rajoy tomara la decisión más importante de su vida política y en sintonía con la opinión de Aznar y de las mejores cabezas del pensamiento político y el derecho, y aprovechando la aparente buena disposición de Rubalcaba, abriera el melón de la reforma constitucional, admitiendo de una vez que la crisis económica y la institucional son las dos caras de una misma moneda. Supondría reconocer que el modelo está agotado, que sin el rediseño de un Estado más compacto y eficiente que reconozca la singularidad de las comunidades históricas, corrigiendo el actual desbordamiento competencial, es imposible detener la deriva autodestructiva en la que estamos.

El que un personaje del nivel de Elena Valenciano haya posicionado al PSOE contra la timidísima reforma de Wert calificándola de «atentado a la convivencia de Cataluña» debería marcar un punto de inflexión. Esto no da más de sí. O todo el mundo asume sus responsabilidades, incluidos los socialistas, o más le vale a cada uno dar por perdida la España constitucional y dedicarse a cultivar volterianamente su jardín.


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